La Escuela en llamas
Mónica
tomó su cámara. Eran las tres de la madrugada. El terror se apoderó de mí. Ella
sin saberlo estaba registrando la realidad: la escuela envuelta en llamas. Se
escucharon las sirenas de los bomberos irrumpiendo en el silencio de
la noche, de aquella macabra noche en que los fantasmas danzaban con sus sábanas
enrojecidas por el fuego. En ese 19 de mayo del 2004, sepultado quedaría bajo
las hordas de humo, todo un pasado, toda su historia, los registros de los
alumnos, los materiales de computación y de estudio, la biblioteca, los
alimentos del comedor. El setenta por ciento del inmueble quedó destruido a
pesar de haber concurrido inmediatamente al lugar 20 dotaciones de bomberos y
personal de defensa civil. Recién a las 8 de la mañana pudo ser extinguido el
fuego.
Desde 1917,
la Escuela 7 Aviador Pedro Zanni formaba
parte de un tríptico cultural. Alrededor de la plaza, se levantaba la Parroquia
San José Obrero, la Escuela San Francisco Javier y ella, la escuela de los más
pobres. Su historia estaba enraizada en los anales del barrio como lo estaban
las ramas de los árboles que daban a su frente, como lo estaban las crónicas
cotidianas de gente humilde, como lo estaban los momentos maravillosos que por
sus aulas vivieron varias generaciones. Los niños no se preguntaban porque
llevaba ese nombre, escondido en el enunciado que exaltaba al número, por eso
todos la llamaban Escuela 7. Pero en realidad, cuando fue fundada, en los
registros se estableció hacer honor a uno de los héroes de la aviación oriundo
de Pehuajó que nació a fines del siglo XIX y marco junto con el nuevo siglo,
los parámetros de la historia. Esa que subyace en los nombres de aquellos
hombres que quedaron ocultos por el progreso y el avance de los tiempos. Pedro
Leandro Zanni, el aviador, aposición que le valió por desarrollar toda su
actividad en la Fuerza Aérea Argentina y por unir extremos distantes surcando
el aire. Aquel hombre que llegó a ser Teniente del Regimiento dos de Artillería
Montada con asiento en Campo de Mayo. Aquel que no desfalleció en su intento de
volar a pesar de haber sido el protagonista de un terrible accidente que le ocasionó
lesiones leves al caer de 40
metros de altura y quien en 1913 obtuvo el brevet Número
4 de aviador militar en la primera promoción de aviadores del Ejército. Yo
también ignoraba ese nombre hasta el día que lo vi escrito en los diarios de la
mañana.
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La escuela emplazada en la esquina de Spandonari
y Parodi perteneciente a la localidad de Caseros, se ubica casi en el límite
con Palomar. Es un lugar que obra en forma bastante autónoma ya que allí se
halla todo: la salita de primeros auxilios número 8, el colegios San Francisco
Javier, la Iglesia San José Obrero que depende del obispado de San Martín, el
Museo Parodi, centro cultural municipal, en el que funcionan distintos talleres
para el vecindario y recuerda al escultor que gentilmente donó su casa para que
el arte floreciera lejos del centro. Pero este artista que nació en 1898 y
murió en 1970, no sólo dejó un inmueble al pueblo de Caseros sino también una
colección de obras de importantes dimensiones trabajadas en yeso y otros
materiales que encierran un valor en formas y espíritu. En el museo se puede
apreciar un cuadro en el que aparecen dos labradores sobre la tierra y esta sería
la primera imagen del descampado con dos construcciones de madera de la plaza
Juan Domingo Perón.
El lugar es como un enclave dentro de la
localidad de Tres de Febrero al que se
le conocer con el nombre de Villa Matheu. La Escuela fue el albergue de los
niños que encontraban a diario un plato de comida que con calidez preparaban
sus porteras, a las que se les escurría casi siempre un abrazo maternal para
consolar tanta niñez desorientada, falta de afecto y cuidado. Por eso aquella
noche fue de terror para los alumnos que veían peligrar su sustento. La escuela
obraba de madre, era como la personificación de la contención, con sus techos a
dos aguas de tejas rojas y sus paredes blancas combinadas con ventanas verdes
siempre estaba en perfectas condiciones. Era antigua. Y en los tiempos en que
la crisis extendía aún más sus tentáculos sobre los hogares pobres, ella rescataba
no solo a los niños sino también a sus familias otorgando la vianda de la
noche. Era el estado el que se ocupaba de su mantenimiento. La escuela contaba
con 17 aulas de las cuales 14 quedaron completamente destruidas. Al momento del
incendio el municipio se encontraba realizando mejoras edilicias como lo hacía
todos los años. Por eso se incendió, o
mejor dicho porque un joven había osado tirar un fósforo sobre los contenedores
que se encontraban en la puerta cargados de membrana para impermeabilizar sus
techos. Tal vez agobiado por los recuerdos de su infancia o por los efectos del
alcohol, o por sentirse desplazado del sistema, cometió el crimen sin medir las
consecuencias.
Transcurrían
los minutos y la desesperación aumentaba. Los vidrios se derretían y algunas
paredes cedieron, la madera de los techos crujía por efecto también del
siniestro. Era el ruido del espanto que nos asaltó durante mucho tiempo cuando
intentábamos dormir y la casa quedaba en silencio, nuestra memoria auditiva nos
perseguía como invalidando la quietud. Por otro lado celebramos más de una vez
que la casa se haya salvado pese a la proximidad.
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Muchos se
preguntaban cómo pudo el fuego del contenedor llegar al edificio. Un testigo
afirmo que las llamaradas eran tan altas que alcanzaron primero la madera que
estaba bajo las tejas mientras un joven salió a toda carrera por la calle
lateral. Después se sumaron distintas versiones. Todos querían opinar. Para
algunos el incendio había sido intencional pero esto nunca se llegó a
verificar. Yo me conmoví por el llanto de los niños que corrieron para ver el
siniestro, sus ojitos pegados por el sueño pero comprendiendo la triste
realidad que acontecía. No hacía frío y Mónica seguía en la terraza mientras
subían a su encuentro algunos periodistas que ya estaban en el lugar. Ella
tenía el material necesario que al otro día se exhibiría en la televisión.
Mónica se sintió orgullosa, era la protagonista de un hecho que interrumpió la
monotonía de sus días, de esos días que se suceden aburridos y nos hacen cargar con el
peso de la rutina. Pero después de un rato comprendió la magnitud de la
tragedia y allí comenzó a llorar. Esa noche muchos lloraban por la antigua
escuela, por ese pedazo de vida que se iba diluyendo junto con todo lo que
ardía a su paso sin dejar más que un cúmulo de cenizas y materiales inútiles. Y
lo más lamentable era que ardía el álbum de fotografías que con tanto orgullo
la escuela mostraba en cada acto público sin dejar testimonio de su creación,
eventos, directores, maestros y vecinos que pasaron por sus aulas .Luego con el
correr de los días solo algunos recuerdos permanecieron encerrados en nuestras
mentes. Y la escuela se transformó pronto en otra, más moderna, más funcional
porque el estado respondió inmediatamente a su restitución, ya que existía un
fondo de financiamiento internacional para estas circunstancias. Esto fue bueno
para los pequeños alumnos que se encontraron en un ambiente nuevo, pero los
viejos egresados lamentaban porque la escuela había perdido su antigua
fisonomía que evocaba a otros estilos como ser: sus baldosas coloridas en el
patio, los pisos de madera con olor a cera, los muros anchos, sus aulas espaciosas,
el escenario de base crujiente, los cortinados rojos que acumulaban tierra pero
que se desplegaban con ferviente entusiasmo ante cada obra que sus alumnos
interpretaban.
La noche se
fue escurriendo y distintos pájaros surcaron el aire de la plaza, mayo
amortizado por la persistencia del calor del verano nos regalaba el nuevo día.
Había tristeza en el barrio, no se hablaba de otro tema. Pero las tragedias
unen a los hombres que no saben hacerlo en épocas de felicidad. A veces
pensamos que estamos solo, pero siempre estamos juntos aunque poco intercambio
de palabras tengamos en lo cotidiano y allí desde el dolor surge la cura mágica
que es la solidaridad. La mano del otro se extendió con la fuerza de un volcán,
imprescindible mano para seguir andando. Los humanos somos tan extraños,
llevamos el mal y el bien con naturalidad. No somos arquetipos, somos solo eso,
humanos imperfectos que actúan de acuerdo a las circunstancia. Tal vez algunos
festejaron la derrota de aquel pedacito de barrio, pero para otros fue la
necesidad de socorrer a los niños lo que los motivo para actuar. Lo más
importante que ellos no se quedaría sin un lugar para recibir enseñanza y sin
un plato de comida para paliar el hambre, que como monstruo perverso acosa a
los niños pobres. Así fueron distribuidos, en los días sucesivos a distintas
organizaciones. Al colegio parroquial
San Francisco Javier especialmente los que concurrían al Jardín 926,
dependiente de la Escuela 7 y a los
clubes de barrio América y el Triunfo que debieron ser acondicionados para
recibir a los alumnos más grandes.
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Toda la comunidad respondió de alguna manera,
algunos con la oración, último consuelo de los desesperados; otros acogiendo en
sus establecimientos a los desterrado de su lugar de contención.
Mientras
atravieso la plaza voy reflexionando y recordando aquellos tiempos en estos
espacios que hoy me resultan tan ajenos pues deje de frecuentarlos y me detengo
un instante, golpeo, entro a la institución que volvió de las llamas y con gran
satisfacción veo la actividad escolar que allí se desarrolla hoy con nuevas caras
en un ambiente limpio y cuidado. Al alzar la mirada distinta placas conmemoran
el centenario de esta casa de estudios que se cumplió el año pasado pero me
conmueve sobre todo aquella frase de una de ellas que dice “Un siglo iluminando
caminos” y en realidad volviendo al espacio físico descubro que el espíritu de
la educación está más allá del aula y es el germen que fermenta cada vez que un
maestro esté dispuesto a dar ese conocimiento que permite a la nuevas
generaciones seguir adelante. Y comprendo que la escuela siete no murió aquella
noche de mayo.
Marta Sosa
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